martes, 6 de octubre de 2009

Entendiendo la felicidad

Le quería regalar su dicha, sus buenos momentos, su felicidad a todos aquellos que la rodeaban. No cabía en sí de la emoción que sentía, por cada atardecer visto, por cada anochecer en cualquier punto alto de la ciudad admirando esa bella vista iluminada, que tanta esperanza le causaba. No era capaz de describir todas esas sensaciones, todas esas emociones que le causaban caminar a la luz de esa luna de octubre, o admirar esa puesta de sol, en compañía de su amiga soledad.

Por primera vez se sentía plena, realizada, y contenta al lado de su compañera. Disfrutaba de ella, y al mismo tiempo, encontraba que se reconocía como nunca. Hacía tiempo que le había perdido el gusto a su fiel amiga, haciendo alarde de que no le permitía ver más allá. Quizás no lo hacía, porque de alguna forma la hacía internarse a ese mundo que temía: a los más misteriosos y profundos secretos de su alma.

Ese día, su sol brillaba más que nunca. Tal vez era uno en un millón, pero cómo lo saboreaba. Así, no importaba si el día de mañana las cosas cambiaban, si no quería saber nada de nadie, si quería que la vida terminase; ese día no… ese día no importaba otro. Era feliz, sin otra razón más que el hecho de que sus pies se encontraran sobre este suelo, sobre este mundo. La conmocionaba, y en ese rostro estupefacto de tanto cobijo, de tanto calor por parte de aquella luz, se escribían todas y cada una de aquellas palabras de gozo, placer y buenaventura. Su rostro irradiaba vida… y eso bastaba.

Había dejado a un lado aquella máscara de tristeza, pena y llanto. La guardó durante algún tiempo en el cajón de los recuerdos, para usarla sólo en ocasiones necesarias, sólo en los momentos críticos. Ahora, se permitiría una nueva perspectiva, y culminaba una etapa más que aunque la había transformado, llegaba a su fin.



- ¿Por qué ríes? - le dijo su compañero
- Por nada… es sólo que hoy lo entiendo

No hay comentarios: